«Cuídate mucho»: discurso de recepción de Alí Daniels del Premio de Derechos Humanos de la Embajada de Canadá

Agradezco a la embajada de Canadá y a los miembros del jurado de selección por este reconocimiento asumiendo el mismo en nombre de los compañeros de Acceso a la Justicia que día a día nos ayudan a seguir en estas aguas borrascosas en las que hoy en día se ha convertido Venezuela. En particular, por supuesto, debo agradecer a nuestra directora Laura Louza pues desde el momento en que iniciamos nuestro camino en común en Acceso a la Justicia, aunque han cambiado muchas cosas, lo que no se ha alterado es el mutuo compromiso por los derechos humanos y la justicia. Gracias Laura. Termino esta breve introducción pidiendo la libertad por Rocío San Miguel, Javier Tarazona y todos los presos políticos. Su libertad es la nuestra.

«Cuídate mucho».

Estas palabras las escuchamos los defensores de derechos humanos muy a menudo últimamente, generalmente de conocidos y amigos que, viendo el aumento de las turbulencias de nuestra tormentosa realidad, quieren expresar un gesto de preocupación y de solidaridad. A veces se trata de una mirada de inquietud, de unas breves palabras y en otras, de largas letanías religiosas sobre mantos y vírgenes. En todos los casos, por supuesto, el agradecimiento es el mismo, pero con ello se hace presente, la realidad del temor del que nace esta ola de apoyo.

Esto me ha llevado a entender lo avasallante del miedo cuando lo sientes más en quien te pregunta que en tus propias respuestas.

El miedo tiene infinitas causas, pero en el caso de Venezuela, tiene un origen indiscutido: la arbitrariedad. Una arbitrariedad que se inició renegando de sí misma, mal vistiendo los atuendos de la legalidad y la democracia, al punto que, a pesar de tantos intentos por parecer otra cosa, tanto más evidente y nítida es su imagen real ante el espejo. La arbitrariedad en nuestros tiempos ha evolucionado, y ya no se esconde detrás de gacetas, sentencias o de popularidad, sino que transmite en cadena su furia ante la necesidad de aumentar el uso de su arma más eficaz, esto es, el miedo.

La arbitrariedad necesita del miedo, porque este último hace posible su existencia, pero el miedo no se basa en cantidades, sino que exige ser sentido, no exige números, exige calidad, sustancia, densidad y escalamiento, porque la normalización y la cotidianidad son sus enemigos, y por ello requiere avisos constantes de su existencia, para tocar los sentimientos más escondidos y profundos, aquellos que con sólo con pensarlos, duelan.

La arbitrariedad, además, necesita de un subproducto del miedo, que no es otro que la desesperanza cuyo objetivo esencial es la resignación, y, sobre todo, la rendición, la caída de la mirada, la derrota del ser y su conversión a la sumisión y a la renuncia de sí mismo.

Al final la arbitrariedad, como toda manifestación abusiva del poder, quiere el control sin límites y para ello sabe que más control se tendrá, mientras más inhumanas sean las respuestas que obtenga. Esa es la medida de su éxito.

De ahí que ante una situación en la que el panorama está tan sembrado de imágenes de temor, desconsuelo y amenaza, la labor de un defensor de derechos humanos tiene grandes retos, porque al vivir en la misma realidad que el resto, sin torres de marfil, ni burbujas de aire acondicionado, puede caer en la desesperación ante una idea de tiempo perdido, de imposibilidad, en definitiva, de pérdida de todos los esfuerzos, de desesperanza.

En este vacío hemos caído todos en algún momento, es natural, y, sobre todo, es humano, pero si a ello además se agrega el soplo maloliente del miedo, la situación para el defensor es todavía más comprometida, porque este, para alimentarse, para crecer y hacerse dueño de su víctima, necesita la paralización disfrazada de prudencia, el silencio disfrazado de estrategia y discursos inofensivos enmascarados en la necesidad de mantener un espacio.

Ante estas amenazas, hemos de considerar que, para desempeñar el rol de defensor de derechos humanos, el solo estar no es suficiente.

Así entonces, aunque necesaria es la supervivencia, y en algún supuesto, la mera existencia es resistencia, en una visión amplia, la sola presencia no basta.

Ser defensor exige una reafirmación constante y un cuestionamiento permanente que permitan seguir la luz de la justicia con fidelidad y sin extravíos.

Para responder a estos retos, en una realidad tan variada y ambigua como la nuestra, no puede responderse con una fórmula única, pues debe considerarse que el entorno de cada defensor es diferente, y al partir de esta realidad, las respuestas no pueden ser únicas.

Albert Camus recomendaba en tiempos de conflicto tener lucidez, rechazo, ironía y obstinación, lo que en nuestros tiempos podemos traducir como lucidez en el compromiso con los derechos humanos, rechazo a la lamentación y la desesperanza, usar la ironía contra la brutalidad de la violencia opresora y ser obstinados en la creencia de que la lucha es larga y permanente.

A ello hemos de agregar que en la conciencia de un defensor no cabe el relajamiento de estándares o exigencias en mundo donde nos quieren imponer grises y nebulosas, pues uno puede cambiar de estrategias y procederes, pero la persona humana siempre será la misma, al igual que su dignidad, y esto último no admite relajamiento ni relajos.

El defensor de derechos humanos está condenado a construir caminos con destino, pero sin fin.

Más difícil que todo lo anterior, es entender que los defensores hemos de formarnos sobre la base de la tolerancia, pues sin ella, por más que creamos en derechos, si no somos tolerantes, más nos parecemos a aquello contra lo que luchamos, pues el respeto al otro, incluso aunque estemos convencidos de que se ahoga en las corrientes del error, es esencial para construir una sociedad democrática. La aceptación de la diversidad con naturalidad es uno de los grandes desafíos de nuestros tiempos, donde las redes sociales están hechas para darnos la razón y creer que el egoísmo de unos les da la potestad de negar la existencia de otros.

Ahora más que nunca es requisito para ser oprimido el ser diferente. No caer en el uniforme que el poder impone es un acto de rebeldía.

Así entonces, entre defensores, no debe sorprendernos posiciones variadas y hasta encontradas, pues si se consideran desde la tolerancia y el respeto a la persona, no tiene por qué afectar la lucha común de todos contra el abuso. Tolerar no es ceder en los principios, sino aceptar lo distinto como base de diálogos que permitan construir puentes de entendimiento.

Por otro lado, lo expuesto no puede reducirnos al escenario de las insuficiencias, pues aunque no podemos ser voces de tantos que han sido silenciados, y no tengamos el tiempo para asumir, entender y defender todos los escenarios de violaciones de derechos que se nos presentan tan variados todos los días; en vez de considerarnos una gota en el desierto de tantas tragedias, debemos entendernos como la mirada que ve el verdadero sufrimiento, que oye el auténtico dolor y transmite una empatía llena de certeza y humanidad.

No podemos con todo ni contra todos, pero sí podemos abrazar a nuestro dolor más cercano. La tarea de un defensor no reside en estadísticas de atención, sino en gestos significativos de calidez y humanidad.

En tiempos de censura no hay fórmulas garantizadas, pero sí podemos usar palabras que evadan la arbitrariedad, pero no el compromiso, hablándole a la inteligencia de la gente que en la tragedia aguza los oídos y aclara la vista. Usemos nuestros comunes dolores para un construir un común entendimiento.

Por ello, una de las cosas que más admiro de lo que veo a diario entre todos aquellos que reivindican la dignidad humana y la libertad sobre la opresión en este país, es que mantienen esas preciosas ascuas de esperanzas con buen humor y optimismo. El buen humor es espantoso para el miedo, su peor enemigo, su gran debilidad, y cuando, además, el defensor se ríe en primer lugar de sí mismo, logra mucho más que con actos heroicos, porque vence en él ese fantasma de la desesperanza. Reírnos de nosotros mismos es el primer paso a nuestra propia libertad. De este modo, junto a los que luchan por su vida, por su salud o por cualquier otro derecho, la camaradería y el buen humor no son una exigencia, sino una necesidad.

A diferencia de los que viven una alegría construida sobre los cómodos muebles de saqueo, y que disfrazan la felicidad agregándole ceros y monedas, los que luchan por la equidad de uno y de todos simplemente celebramos la vida y lo bueno que hay en ella y que así el poder pueda ver que nuestra felicidad no depende de él, y que lo que somos, lo somos a su pesar.

De este modo un defensor de derechos humanos es alguien que comparte su esperanza en la justicia y la vive con el regocijo de estar del lado del sueño de los que quieren el bien común.

Así entonces, hablemos con prudencia, pero sin escondernos, actuemos con inteligencia, pero buscando resultados y trabajemos hasta donde podamos siempre que en esa labor veamos una persona y no un número.

La defensa de los derechos humanos no es más que una celebración permanente de la vigencia de la dignidad humana.

Resistamos a la arbitrariedad en el regocijo de nuestra propia existencia. Resistamos y celebremos entonces.

Muchas gracias

Alí Daniels,                                                                            7 de marzo de 2024

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