La simple realidad es que en Venezuela se tortura. Punto. No se trata de casos aislados ni de excesos de policías que individualmente torturan por su propia cuenta; de ser así no existirían los 488 casos que Provea ha contabilizado entre 2013 y 2018 que muestran cómo la barbarie y la arbitrariedad imperan para cualquier detenido, sea por delitos comunes o por razones políticas. Además no es fácil denunciar estas atrocidades, pues las cometen las mismas fuerzas de seguridad que tienen el deber de investigar, por lo que esos 488 casos sólo evidencian una muestra de una realidad mucho más amplia y extendida.
La tortura, junto con el homicidio, es una de las mayores afrentas a la dignidad humana, simplemente porque parte de la falsa premisa de que esta no existe, pues no es más que un formalismo, una leguleyería que distrae al poder que se esconde detrás del torturador, que no hace más que el trabajo sucio cuando en realidad la mayor responsabilidad la tiene quien ordena. No hace falta que se dé una orden sobre un caso concreto, basta con que se trate de una conducta reiterada y permitida para que la responsabilidad recaiga sobre los mandos superiores.
La negación de la dignidad humana que significa la tortura implica que el torturado está a merced del sadismo del victimario, que en ese momento tiene el poder más peligroso de todos: el de decidir sobre la vida de otro en la más pura arbitrariedad, pues trata de reducir a un detenido a un simple objeto que debe amoldarse a las intenciones del torturador, para quien la víctima no es más que un ser al que hay que buscarle sus temores más íntimos, sus dolores más insoportables, sus fibras más delicadas, buscando llevarla a un punto de desesperación tal que la lleve al borde del abismo y no le quede más remedio que consentir a sus deseos.
De todas las vejaciones que las violaciones a los derechos humanos generan, sin duda una de las más duraderas y que más deja marcada a sus víctimas es la tortura; cualquiera puede palpar la densidad del dolor que queda en quienes la han padecido, siendo las huellas más duraderas las que se derivan de la tortura psicológica, sobre todo cuando se tiene la certeza, como ocurre en Venezuela, de que la impunidad está asegurada cuando el discurso oficial niega a todo evento estos hechos.
Así, desde su inicio el caso del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo representa la arbitrariedad que actualmente nos rige.
El 21 de junio de 2019 Acosta Arévalo fue detenido por individuos armados y sin identificación, sin que sus familiares o su abogado tuvieran conocimiento de su paradero, lo que configura otro crimen como lo es la desaparición forzosa de personas. Debemos destacar que en los diferentes comunicados emanados por los entes gubernamentales no se hace alusión a este hecho y sólo se limitan a decir que la investigación debe enfocarse en la muerte del capitán, como si su desaparición forzada no tuviera nada que ver con este asunto.
Una investigación real debe incluir todo lo relativo a la víctima, desde el momento mismo de su desaparición forzosa hasta su lamentable deceso.
Como narra Alonso Medina Roa, abogado de Rafael Acosta Arévalo, el 28 de junio, siete días luego de su desaparición, el capitán fue presentado por miembros de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM) y en lamentable estado: no podía caminar, apenas podía hablar pidiendo ayuda y con evidentes signos de tortura. Nada de esto tampoco es señalado en las comunicaciones oficiales; una de ellas apenas indica que el capitán sufrió “un desmayo”.
Son llamativos estos comunicados oficiales, tres en total, por las contradicciones en las que incurren, como lo ha señalado Rocío San Miguel. El del Poder Ejecutivo dice que Acosta Arévalo había sido presentado ante un juez, mientras que el del Ministerio Público indica que estaba siendo presentado, lo que a su vez contrasta con el del Ministerio de la Defensa cuando señala que todo ocurrió antes de ser presentado.
El que existan tres versiones oficiales de un mismo hecho pone en evidencia lo turbio de la situación y la inexistencia de garantías sobre una verdad objetiva e independiente por parte de las autoridades nacionales. Lo que sí une a estas tres declaraciones es la negativa a hacer alusión alguna a la palabra tortura, poniendo en evidencia que para los medios oficialistas este caso empieza con la muerte del capitán, cuando en realidad esta no fue más que el final de una serie de atrocidades.
Tan lamentable como lo anterior es la ausencia de un anodino defensor del pueblo, que solo ayer, 2 de julio, declaró en entrevista de radio sobre el caso del capitán, a pesar de estar obligado a ello, tanto por el mandato que le da la Constitución de velar por la defensa de los derechos humanos como por la obligación que la Ley Especial para Prevenir y Sancionar la Tortura y otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes le hace a la Defensoría del Pueblo a actuar en estos casos, al punto que su artículo 32 le permite participar en la investigación que haga el Ministerio Público y tener acceso al expediente. Siendo entonces una obligación, el silencio por parte de este funcionario es tan activo como la defensa de los voceros oficialistas.
A lo dicho agregamos que el capitán Acosta Arévalo se encontraba en situación de retiro y, en consecuencia, a los efectos legales era un civil y debía ser juzgado por los tribunales civiles, no militares. Lo hecho es contrario a la opinión de Acceso a la Justicia; mediante una decisión de diciembre de 2016, la Sala de Casación Penal del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) estableció que cuando un civil sea imputado por el delito de rebelión establecido en el Código de Justicia Militar, al estar contemplado también en el Código Penal es la jurisdicción civil la que debe conocer, por lo que esto debe agregarse al aluvión de derechos que le fueron violados a Rafael Acosta Arévalo: el de ser juzgado por su juez natural.
A todo ello se suma la información dada por el fiscal general nombrado por la írrita Asamblea Nacional Constituyente, quien anunció la detención preventiva de un sargento segundo y un teniente por la muerte del capitán, ambos pertenecientes a la Guardia Nacional, lo que deja más dudas que respuestas, pues nada se dice sobre el gran elefante de esta cristalería, que no es otro que la tortura.
Esto último se confirma cuando se tiene conocimiento por el abogado defensor de Acosta Arévalo que los involucrados en su muerte serán imputados por “homicidio preterintencional concausal”, lo que no es sino una maniobra para que este caso quede impune. La razón es muy sencilla:
El homicidio preterintencional es aquel en el que el autor del delito no tiene la intención de matar sino de herir a la persona, pero su acción dio lugar a su muerte.
Es el caso típico del abusador que golpea a alguien con la intención de maltratarlo, pero se excede en un golpe y lo mata.
En los homicidios preterintencionales la ley entiende que como el autor no pretendía asesinar no puede imponérsele la misma pena que cuando se tiene la intención inicial de hacerlo. A esto se agrega lo de concausal, que implica que el hecho terminó con el deceso de la persona por circunstancias que el autor del delito desconocía o estaban fueran de su control, como por ejemplo aquel que quiere herir a una persona y le da un navajazo en el brazo, pero la víctima era hemofílica y fallece por la herida.
Como puede inferirse, esta imputación busca enmascarar lo ocurrido detrás de la triste expresión “se les pasó la manos a los muchachos”, dándoles al mismo tiempo impunidad, por cuanto como señala Gonzalo Himiob, la sentencia en este supuesto sería, como máximo de nueve años; a pesar de lo atroz del crimen, la eventual sentencia del caso sería una palmada en la mano. Compárese esto con la acusación presentada contra los bomberos de Mérida por hacer un video satírico con un burro, a quienes se les quería aplicar la pseudoley contra el odio con una pena de hasta 30 años. Una verdadera burla a la justicia.
En contraste, a los victimarios de Acosta Arévalo no se les imputa por tortura, que la ley castiga con una condena de hasta 25 años y es el verdadero delito cometido, que además conlleva la responsabilidad del Estado, por lo que se entiende las razones por las que las autoridades quieran encubrir este delito y evitan usar esa palabra. Todo nos lleva a la triste conclusión de que al capitán se le torturó en vida y ahora, con la imputación que pretende proteger a sus victimarios, se le tortura de nuevo.
¿Y a ti venezolano, cómo te afecta?
Cuando un militar en situación de retiro sufre desaparición forzosa y se lo presenta siete días después ante un tribunal incompetente y con claras evidencias de tortura, sin que las autoridades actúen de manera efectiva para prevenir su muerte, sino que por el contrario obvian incluir en la investigación el crimen de tortura, es motivo de honda preocupación, pero cuando los casos similares suman un total de 488 personas en los últimos cinco años la preocupación es aún mayor, pues esto hace que en realidad todos estemos en peligro.